Los guanches en Gran Canaria conocían el potaje de lentejas: lo que revela siglos de historia y culturas la Isla

Las lentejas canarias no solo sobrevivieron a la conquista hispánica, a la mezcla de poblaciones y a la importación de nuevos cultivos desde Europa y África, sino que se mantuvieron en cultivo continuo, como testigos silenciosos de un mundo que cambia pero que, en su núcleo, permanece

OPINIÓN21/09/2025JOSÉ LUIS JIMÉNEZJOSÉ LUIS JIMÉNEZ
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Cuando uno se asoma al pasado, y en este caso concreto al pasado que dejaron las semillas de lenteja en los graneros rupestres de Gran Canaria, se encuentra con una historia que no estaba escrita en los libros, ni en los pergaminos, sino escondida en el propio ADN de una planta.

Y uno no puede menos que maravillarse ante la evidencia de que las civilizaciones, aunque parezcan frágiles, imprimen su huella incluso en lo más diminuto, como si quisieran asegurarse de que la memoria de lo que fueron no se perdiera entre los pliegues del tiempo, y así es como Jenny Hagenblad, Jacob Morales, Rosa Fregel, Pedro Henríquez-Valido, Matti W. Leino, Amelia C. Rodríguez-Rodríguez y Jonathan Santana han decidido, con paciencia de alquimistas modernos, examinar esas semillas de Lens culinaris, que nos hablan de siglos, de la llegada de los agricultores amazigh/bereberes entre los siglos I y III, y de cómo trajeron consigo la cebada, el trigo duro, los higos y, sí, las lentejas, como si quisieran que la Isla recordara que no estaba sola, que el mundo era más amplio de lo que sus volcanes y su mar dejaban percibir.

Los graneros-cueva excavados en la roca por aquellos primeros agricultores, donde los silos se llenaban y se vaciaban según las estaciones, conservan hoy los restos arqueobotánicos de estas legumbres, y los análisis de ADN antiguo muestran que las semillas, aunque frágiles, guardaban la memoria genética de generaciones, resistiendo el paso de los siglos con una fidelidad que uno quisiera para sí mismo, y de este modo se descubre que las lentejas canarias no solo sobrevivieron a la conquista hispánica, a la mezcla de poblaciones y a la importación de nuevos cultivos desde Europa y África, sino que se mantuvieron en cultivo continuo, como testigos silenciosos de un mundo que cambia pero que, en su núcleo, permanece.

Y es que la genética de estas lentejas no nos habla solo de plantas, sino de la sociedad que las cultivaba, de la división de tareas entre hombres y mujeres, de la adaptación al clima, de la resiliencia frente al aislamiento insular, y también nos recuerda, con una claridad que a veces duele, que la globalización, ese concepto moderno, ya estaba presente de alguna manera cuando las Islas Canarias pasaron a convertirse en un punto de encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo, con las lentejas cruzando océanos, aunque nadie se preguntara entonces qué pasaría siglos más tarde cuando científicos mirarían sus genes.

Los análisis detallados, el uso de secuenciación completa, la genotipificación KASP, los PCA y los valores de F_ST, que suenan a jerga inaccesible, son en realidad la prueba tangible de que la memoria de la lenteja y de quienes la cultivaron persiste, y uno no puede dejar de pensar que mientras los humanos olvidan nombres, fechas y lugares, las semillas recuerdan, silenciosas y pacientes, manteniendo viva la historia que nosotros dejamos escapar, y así se confirma que incluso en islas donde se creía que las lentejas se habían perdido antes de la llegada de los europeos, estas sobrevivieron, y que hoy las lentejas que crecen en Canarias son descendientes directas de aquellas que cruzaron el tiempo desde el siglo VII al XVI, y no solo nos hablan de agricultura, sino de identidad, de cultura, y de cómo la relación entre humanos y plantas puede iluminar los rincones más olvidados de la historia.

Por último, uno no puede evitar sentir un cierto asombro y una discreta emoción al pensar que la arqueología genética puede rescatar relatos que nunca fueron contados, que las lentejas, humildes y discretas, nos recuerdan que la historia no siempre está en los libros ni en las piedras monumentales, sino en aquello que parecía insignificante, y que la grandeza de una cultura, a veces, se mide en gramos de semillas, en el polvo de la roca y en la memoria codificada en un pequeño genoma.

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